Savater, Fernando (2000) ÉTICA PARA AMADOR. Barcelona, Paidós.
Capítulo I: DE QUÉ VA LA ÉTICA
Capítulo I: DE QUÉ VA LA ÉTICA
Hay ciencias que se estudian por simple interés de saber
cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que permita hacer o utilizar
algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y ganarse con él la vida.
Si no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios podemos
prescindir tranquilamente de ellos.
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Abundan los conocimientos muy interesantes pero sin los
cuales uno se las arregla bastante bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento no
tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros les darán tantas
satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta la
fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás
bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los
mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos tan contentos.
Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno puede
aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más
remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede
vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer
ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas
hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida. Es preciso
estar enterado, por ejemplo de que saltar desde el balcón de un sexto piso no
es cosa buena para la salud; o de que una dieta de clavos (¡con perdón de los
fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable
ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las
consecuencias serán antes o después muy desagradables. Pequeñeces así son
importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir.
En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al
menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no[1].
No nos convienen ciertos alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni
ciertas actitudes. Me refiero, claro está, a que no nos convienen si queremos
seguir viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía
puede ser muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de enemigos
posible. Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los
respetables gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que
ciertas cosas nos convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno»
porque nos sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo
eso lo llamamos «malo»[2].
Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un
conocimiento que todos intentamos adquirir —todos sin excepción— por la cuenta
que nos trae.
Como he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la
salud: es necesario saber lo que debemos comer, o que el fuego a veces calienta
y otras quema, así como el agua puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin
embargo, a veces las cosas no son tan sencillas: ciertas drogas, por ejemplo,
aumentan nuestro brío o producen sensaciones agradables, pero su abuso
continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son buenas, pero en otros malas:
nos convienen y a la vez no nos convienen.
En el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún
mayor frecuencia. La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza
en la palabra —y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad— y enemista a
las personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para
obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien. Por
ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su
estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La
mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar
gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero
¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir,
por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al que siempre dice la
verdad —caiga quien caiga— suele cogerle manía todo el mundo; y quien
interviene en plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida es más
probable que se vea con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo
malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones
apariencias de malo. Vaya jaleo. Lo de saber vivir no resulta tan fácil porque
hay diversos criterios opuestos respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o
geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios están casi siempre de
acuerdo en lo fundamental. En lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de
ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los
coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y
tranquila, será mejor buscar las aventuras en el videoclub de la esquina.
Algunos aseguran que lo más noble es vivir para los demás y otros señalan que
lo más útil es lograr que los demás vivan para uno. Según ciertas opiniones lo
que cuenta es ganar dinero y nada más, mientras que otros arguyen que el dinero
sin salud, tiempo libre, afecto sincero o serenidad de ánimo no vale nada.
Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y al
alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo que responden fumadores y
borrachos que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría
mucho más larga. Etc.
En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es
en que no estamos de acuerdo con todos. Pero fíjate que también estas opiniones
distintas coinciden en otro punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida
es, al menos en parte, resultado de lo que quiera cada cual. Si nuestra vida
fuera algo completamente determinado y fatal, irremediable, todas estas disquisiciones
carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute si las piedras deben caer
hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas
en los arroyos y las abejas panales de celdillas hexagonales: no hay castores a
los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la
ingeniería hidráulica. En su medio natural, cada animal parece saber
perfectamente lo que es bueno y lo que es malo para él, sin discusiones ni
dudas. No hay animales malos ni buenos en la naturaleza, aunque quizá la mosca considere
mala a la araña que tiende su trampa y se la come. Pero es que la araña no lo
puede remediar... Voy a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas,
esas hormigas blancas que en África levantan impresionantes hormigueros de
varios metros de alto y duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las
termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa que protege a otros
insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas
hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos
hormigueros se derrumba por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes
les gusta rascarse los flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer).
En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para
reconstruir su dañada fortaleza a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas
se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e
intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden
competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo
posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van
despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar
otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y
heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las
demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son
valientes?
Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta
la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera
de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos,
aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo
hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus
conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un
auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las
termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha
molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera
de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más
difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro?
Sencillamente, la diferencia estriba en que las
termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo
remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a
enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar,
ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas
necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de
Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana
enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen
cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se
le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse
a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan él siempre podría escaparse
de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún
hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia
con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre y
por eso admiramos su valor.[3]
Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este
embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los minerales o las plantas)
no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo que están programados
naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles
por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal disposición obligatoria
les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En cierta medida, desde
luego, los hombres también estamos programados por la naturaleza. Estamos
hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones
debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro
programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene condicionado por
el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde fuera y que no
hemos inventado para nuestro uso personal) y somos educados en ciertas
tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas..., en una palabra, que
se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa mucho
y hace que seamos bastante previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que acabamos
de hablar. Su programación natural hacía que Héctor sintiese necesidad de protección,
cobijo y colaboración, beneficios que mejor o peor encontraba en su ciudad de
Troya. También era muy natural que considerara con afecto a su mujer Andrómaca
—que le proporcionaba compañía placentera— y a su hijito, por el que sentía
lazos de apego biológico. Culturalmente se sentía parte de Troya y compartía con
los troyanos la lengua, las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño
le habían educado para que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se
le dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si
traicionaba a los suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le
castigarían de uno u otro modo.
De modo que también estaba bastante programado para actuar
como lo hizo, ¿no?
Y sin embargo...
Sin embargo, Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con
todo! Podría haberse disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o
haberse fingido enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante
Aquiles ofreciéndole sus servicios como guía para invadir Troya por su lado más
débil también podría haberse dado a la bebida o haber inventado una nueva
religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la
otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos
hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que había
recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles mientras
que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro
sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del
todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales sí. Por mucha
programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podemos
optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del
todo). Podemos decir «sí» o «no», quiero o no quiero. Por muy achuchados que
nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino
varios.[4]
Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A
lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve
de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa
que queramos, pero también es cierto que no estamos obligados a querer hacer una
sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad:
Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber
nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser
atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en
conquistar nuestra ciudad, etc.) sino libres para responder a lo que nos pasa
de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios,
vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las
cavernas, defender Troya o huir, etc.).[5]
Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver
con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en
elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre
lo que uno quiere, aunque pareciese imposible).[6]
Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos, mejores resultados podremos
obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al monte Everest, pero
dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en alpinismo es prácticamente
imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer,
pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil
si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre)
pero no todo depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el
mundo hay otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a
mi gusto. Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad
se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por
ello dejaré de ser libre... aunque me escueza.
En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra
libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra
libertad es una fuerza en el mundo, nuestra fuerza. Si hablas con la gente, sin
embargo, verás que la mayoría tiene mucha más conciencia de lo que limita su
libertad que de la libertad misma. Te dirán: «¿Libertad? ¿Pero de qué libertad
me hablas? ¿Cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde la televisión,
si los gobernantes nos engañan y nos manipulan, si los terroristas nos
amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para
comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?» En cuanto te fijes un poco,
verás que los que así hablan parece que se están quejando pero en realidad se encuentran
muy satisfechos de saber que no son libres. En el fondo piensan: « ¡Uf! ¡Menudo
peso nos hemos quitado de encima! Como no somos libres, no podemos tener la
culpa de nada de lo que nos ocurra...»[7]
Pero yo estoy seguro de que nadie —nadie— cree de veras que no es libre, nadie
acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de relojería o como
una termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en
ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar
a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es mejor
decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más
fácil, es decir esperar a los bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el
cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste en decirnos: «Si tú hubieras
querido...»
Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos
libres, te aconsejo que le apliques la prueba del filósofo romano. En la
antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad
humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que
hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle estacazos con toda su
fuerza. « ¡Para, ya está bien, no me pegues más!», le decía el otro. Y el
filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: « ¿No dices que no soy
libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes
saliva pidiéndome que pare: soy automático.»
Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo podía
libremente dejar de pegar, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es
buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos
que no sepan artes marciales...
En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados,
los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos
optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente
a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir,
podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas
no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos
y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber
vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética[8].
De ello, si tienes paciencia, seguiremos hablando en las siguientes páginas de
este libro.
Vete leyendo...
«¡Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el
fuerte casco y apoyado la pica contra el muro, saliera al encuentro del
inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y
las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo
que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que
la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin
ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta
hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?»
(Homero, Ilíada).
«La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea:
es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a
pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz
del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana.»
(Octavio Paz, La otra voz)
«La vida del hombre no puede "ser vivida"
repitiendo los patrones de su especie; es él mismo —cada uno— quien debe vivir.
El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede estar
disgustado, que puede sentirse expulsado del paraíso» (Erich Fromm, Ética y
psicoanálisis).
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Cuestionario
(Todas las preguntas se encuentran al pie de
las páginas correspondientes, iniciando la línea con “ER” para diferenciar de
la posible cita de pie de página original del texto trabajado)
1. ¿Qué cosa es imprescindible saber?
2. ¿Cuáles cosas son “buenas”… y cuáles “malas”?
3. ¿Qué característica diferencia la lucha de Héctor en
defensa de su comunidad, de la lucha de las termitas en defensa de la de ellas?
4. En el párrafo precedente, FS marca la diferencia entre
las respuestas de los humanos y de los animales, aun frente a estímulos
equivalentes. Explique el concepto de FS, pero con sus palabras.
5. ¿En qué sentido somos libres?
6. FS puntualiza la diferencia entre “libertad” y
“omnipotencia”. Explíquelo.
7. ¿Qué cosa se evitaría quien no fuera libre? Sea amplio
en su respuesta.
8. Según FS ¿qué es la ética?
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