viernes, 9 de diciembre de 2011

EPÍLOGO a LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA de Julián Marias, por José Ortega y Gasset. El Nombre Auténtico

EL NOMBRE AUTÉNTICO,  por José Ortega y Gasset.
(Edición y errores a cargo de ER)
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Oigamos o leamos los nombres de esta ocupación a que los hombres se han dedicado en Occidente desde hace veintiséis siglos y los títulos de los libros en que esa ocupación se perpetúa y las calificaciones o motes que el lenguaje dedicó a los hombres que en ello andaban.

La filosofía propiamente tal empieza con Parménides y Heráclito.
Lo que inmediatamente la precede —«fisiología» jónica, pitagorismo, orfismo, Recateo— es preludio y nada más, Vorspiel una Tanz.

Parménides y otros de su tiempo dieron a la exposición de su doctrinal el nombre de «alétheia». Este es el nombre primigenio del filosofar.

Ahora bien, el instante en que un nombre nace, en que por vez primera se llama a una cosa con un vocablo, es un instante de excepcional pureza creadora. La cosa está ante el Hombre aún intacta de calificación, sin vestido alguno de nombramiento; diríamos, a la intemperie ontológica. Entre ella y el Hombre no hay aún ideas, interpretaciones, palabras, tópicos.

Hay que encontrar el modo de enunciarla, de decirla, de trasponerla al elemento y «mundo» de los conceptos, lógoi o palabras.

¿Cuál se elegirá? Notemos ya algo que va a ocuparnos a fondo mucho más adelante. Se trata de crear una palabra. Ahora bien, la lengua es precisamente lo que el individuo no crea sino que halla establecido en su contorno social, en su tribu, en su polis, urbe o nación. Los vocablos de la lengua tienen ya su significación impuesta por el uso colectivo. Hablar es, por lo pronto, usar una vez más ese uso significativo, decir lo que ya se sabe, lo que todo el mundo sabe, lo consabido. Mas ahora se trata de una cosa que es nueva y, por lo mismo, no tiene nombre usual.

Hallarle una denominación no es «hablar» porque no hay aún palabra para ella —es «hablar uno consigo»—. Solo uno mismo tiene a la vista la «nueva cosa» y, al elegir un vocablo para nombrarla, solo uno entiende este. Asistimos, pues, a una función del lenguaje que es lo contrario de la lengua o hablar de la gente o decir lo consabido. Ahora es menester que el que ve por vez primera la cosa se entienda él mismo al llamarla. Para ello buscará en la lengua, en aquel vulgar y cotidiano decir, un vocablo cuya significación tenga analogía —ya que no puede ser más— con la «nueva cosa». Pero la analogía es una trasposición de sentido, es un empleo metafórico de la palabra, por tanto, poético. Cuando Aristóteles se encuentra con que todo está «hecho de algo» como sillas y mesas y puertas están hechas de madera, llamará a ese de qué están hechas todas las cosas, la «madera», se entiende, la «madera» por excelencia, la última y universal madera» o «materia». Nuestra voz materia no es sino la madera metaforizada.

De donde resulta —¡quién lo diría!— que el hallazgo de un término técnico para un nuevo concepto rigoroso, que la creación de una terminología no es sino una operación de poesía.

Viceversa, si reavivamos en nosotros el significado del término técnico, una vez que está constituido, y nos esforzamos por entenderlo a fondo, resucitaremos la situación vital en que se encontró aquel pensador cuando por vez primera vio ante sí la «nueva cosa».

Esta situación, esta experiencia viviente del nuevo pensar griego, que iba a ser el filosofar, fue maravillosamente denominada por Parménides y algunos grupos alerta de su tiempo con el nombre de «alétheia». En efecto, cuando al pensar meditando sobre las ideas vulgares, tópicas y recibidas respecto a una realidad, encuentra que son falsas y le aparece tras ellas la realidad misma, le parece como si hubiera quitado de sobre esta una costra, un velo o cobertura que la ocultaba, tras de los cuales se presenta en cueros, desnuda y patente la realidad misma. Lo que su mente ha hecho al pensar no es, pues, sino algo así como un desnudar, des-cubrir, quitar un velo o cubridor, re-velar (= desvelar), des-cifrar un enigma o jeroglífico. Esto es literalmente lo que significaba en la lengua vulgar el vocablo a-létheia —descubrimiento, patentización, desnudamiento, revelación—.

Cuando en el siglo I d. C., vino un nuevo radical descubrimiento, una nueva y grande revelación distinta de la filosofía, la palabra alétheia había gastado ya su nuevo sentido metafórico en siete siglos de filosofía y hubo que buscar otro término para decir «revelación»: este fue, como correspondía a los tiempos ya asiatizados, un vocablo barroco: apo-kálypsis —que significa exactamente lo mismo, solo que recargadamente.

En tanto que alétheia, nos aparece, pues, la filosofía como lo que es —como una faena de descubrimiento y descifre de enigmas que nos pone en contacto con la realidad misma y desnuda—.

Alétheia significa verdad. Porque verdad ha de entenderse no como cosa muerta, según veintiséis siglos de habituación, ya inercial, nos lo hace hoy entender, sino como un verbo —«verdad» como algo viviente, en el momento de lograrse, de nacer; en suma, como acción—. Alétheia=verdad es dicho en términos vivaces de hoy: averiguación, hallazgo de la verdad, o sea de la realidad desnuda tras los ropajes de falsedad que la ocultaban.

Por una curiosa contaminación entre lo descubierto = la realidad y nuestra acción de des-cubrirla o des-nudarla, hablamos con frecuencia de la «verdad desnuda», lo que es redundancia. Lo desnudo es la realidad y el desnudarla es la verdad, averiguación o alétheia.

Este nombre primigenio de la filosofía es su verdadero o 'auténtico nombre' y, por lo mismo, su nombre poético. El nombre poético es aquel con que llamamos las cosas en nuestra intimidad, hablando con nosotros mismos, en secreta endofasia o hablar interno. Pero de ordinario no sabemos crear esos nombres secretos, íntimos, en que nos entenderíamos a nosotros mismos respecto a las cosas, en que nos diríamos lo que auténticamente son. Padecemos mudez en el soliloquio.

El papel del poeta estriba en que es capaz de crearse ese idioma íntimo, ese prodigioso argot hecho solo de nombres auténticos. Y resulta que al leerlos notamos que en gran parte la intimidad del poeta, transmitida en sus poesías —sean versos o prosas— es idéntica a la nuestra. Por eso le entendemos: porque él, por fin, da una lengua a nuestra intimidad y logramos entendernos a nosotros mismos. De aquí, el estupendo hecho de que el placer suscitado en nosotros por la poesía y la admiración que el poeta nos suscita proviene, paradójicamente, de parecernos que nos plagia. Todo lo que él nos dice lo habíamos «sentido» ya, solo que no sabíamos decírnoslo. El poeta es el truchimán (ver nota ER al pié) del Hombre consigo mismo.

«Verdad», «averiguación» debió ser el nombre perdurable de la filosofía. Sin embargo, solo se la llamó así en su primer instante, es decir, cuando aún la «cosa misma» —en este caso, el filosofar— era una ocupación nueva, que las gentes no conocían aún, que no tenía todavía existencia pública y no podía ser vista desde fuera. Era el nombre auténtico, sincero que el filósofo primigenio da en su intimidad a eso que se sorprendió haciendo y que para él mismo no existía antes. Está él solo con la realidad —«su filosofar»— delante, en estado de gracia frente a ella, y le da, sin precaución social ninguna, inocentemente, su verdadero nombre como haría el poeta «terrible» que es un niño.

Mas, tan pronto como el filosofar es un acontecimiento que se repite, es una ocupación que empieza a ser algo habitual y la Gente empieza a verla desde fuera —que es como la gente ve siempre todo—, la situación varía. Ya el filósofo no está solo con la cosa en la intimidad de su filosofar, sino que además es, como tal filósofo, una figura pública lo mismo que el magistrado, el sacerdote, el médico, el mercader, el soldado, el juglar, el verdugo. El irresponsable e impersonal personaje que es el contorno social, el monstruo de n + l cabezas que es la gente, comienza a reobrar ante esa nueva realidad: el «averiguador», es decir, el filósofo. Y como el ser de este —su filosofar— es una faena humana mucho más íntima que todos aquellos otros oficios, el choque entre la publicidad de su figura social y la intimidad de su condición es mayor. Entonces a la palabra «alétheia», «averiguación», tan ingenua, tan exacta, tan trémula y niña aún de su reciente nacimiento, empiezan a «pasarle cosas». Las palabras, al fin y al cabo modos del vivir humano, tienen ellas también su «modo de vivir». Y como todo vivir es «pasarle a alguien cosas», un vocablo, apenas nacido, entra hasta su desaparición y muerte en la más arriscada serie de aventuras, unas favorables y otras adversas.

Inventado el nombre «alétheia» para uso íntimo, era un nombre en que no están previstos los ataques del prójimo y, por tanto, indefenso. Mas apenas supo la gente que había filósofos, «averiguadores», comenzó a atacarlos, a malentenderlos, a confundirlos con otros oficios equívocos, y ellos tuvieron que abandonar aquel nombre, tan maravilloso como ingenuo, y aceptar otro, de generación espontánea, infinitamente peor, pero... más «práctico», es decir, más estúpido, más vil, más cauteloso. Ya no se trataba de nombrar la realidad desnuda «filosofar», en la soledad del pensador con ella. Entre ella y el pensador se interponen los prójimos y la gente —personajes pavorosos— y el nombre tiene que prevenir dos frentes, mirar a dos lados —la realidad y los otros hombres—, nombrar la cosa no solo para uno, sino también para los demás.

Pero mirar a dos lados es bizquear.

Vamos ahora a observar cómo nació este bizco y ridículo nombre de filosofía.

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NOTA ER:
Truchimán/na: (Del ár. turŷumān, intérprete). 1. m. y f. coloq. intérprete (‖ de lenguas). 2. m. y f. coloq. Persona sagaz y astuta, poco escrupulosa en su proceder. U. t. c. adj. Diccionario de la Real Academia Española
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