Savater, Fernando (2000) ÉTICA PARA AMADOR. Barcelona, Paidós.
Capítulo III: HAZ LO QUE
QUIERAS
Decíamos
antes que la mayoría de las cosas las hacemos porque nos las mandan (los padres
cuando se es joven, los superiores o las leyes cuando se es adulto), porque se
acostumbra a hacerlas así (a veces la rutina nos la imponen los demás con su
ejemplo y su presión —miedo al ridículo, censura, chismorreo, deseo de
aceptación en el grupo,...— y otras veces nos la creamos nosotros mismos),
porque son un medio para conseguir lo que queremos (como tomar el autobús para
ir al colegio) o sencillamente porque nos da la ventolera o el capricho de
hacerlas así, sin más ni más. Pero resulta que en ocasiones importantes o
cuando nos tomamos lo que vamos a hacer verdaderamente en serio, todas estas
motivaciones corrientes resultan insatisfactorias: vamos, que saben a poco,
como suele decirse.
Cuando
tiene uno que salir a exponer el pellejo junto a las murallas de Troya desafiando
el ataque de Aquiles, como hizo Héctor; o cuando hay que decidir entre tirar al
mar la carga para salvar a la tripulación o tirar a unos cuantos de la
tripulación para salvar la carga; o... en casos semejantes, aunque no sean tan
dramáticos (por ejemplo sencillito: ¿debo votar al político que considero mejor
para la mayoría del país, aunque perjudique con su subida de impuestos mis
intereses personales, o apoyar al que me permite forrarme mas a gusto y los
demás que espabilen?), ni órdenes ni costumbres bastan y no son cuestiones de
capricho. El comandante nazi del campo de concentración al que acusan de una
matanza de judíos intenta excusarse diciendo que «cumplió órdenes», pero a mí,
sin embargo, no me convence esa justificación; en ciertos países es costumbre
no alquilar un piso a negros por su color de piel o a homosexuales por su
preferencia amorosa, pero por mucho que sea habitual tal discriminación sigue
sin parecerme aceptable; el capricho de irse a pasar unos días en la playa es
muy comprensible, pero si uno tiene a un bebé a su cargo y lo deja sin cuidado
durante un fin de semana, semejante capricho ya no resulta simpático sino criminal.
¿No opinas lo mismo que yo en estos casos?
Esto
tiene que ver con la cuestión de la libertad, que es el asunto del que
se ocupa propiamente la ética, según creo haberte dicho ya. Libertad es poder
decir «sí» o «no»; lo hago o no lo hago, digan lo que digan mis jefes o los
demás; esto me conviene y lo quiero, aquello no me conviene y por tanto no lo
quiero. Libertad es decidir, pero también, no lo olvides, darte
cuenta de que estás decidiendo. Lo más opuesto a dejarse llevar,
como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no tienes más remedio que
intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer; sí, dos veces, lo
siento, aunque te duela la cabeza... La primera vez que piensas el
motivo de tu acción la respuesta a la pregunta «¿por qué hago esto?» es del
tipo de las que hemos estudiado últimamente: lo hago por que me lo mandan,
porque es costumbre hacerlo, porque me da la gana. Pero si lo piensas por segunda
vez, la cosa ya varía. Esto lo hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué
obedezco lo que me mandan? ¿por miedo al castigo?, ¿por esperanza de un
premio?, ¿no estoy entonces como esclavizado por quien me manda? Si
obedezco porque quien da las órdenes sabe más que yo, ¿no sería aconsejable que
procurara informarme lo suficiente para decidir por mí mismo? ¿Y si me mandan
cosas que no me parecen convenientes, como cuando le ordenaron al comandante
nazi eliminar a los judíos del campo de concentración? ¿Acaso no puede ser algo
«malo» —es decir, no conveniente para mí— por mucho que me lo manden, o «bueno»
y conveniente aunque nadie me lo ordene?
Lo
mismo sucede respecto a las costumbres. Si no pienso lo que hago más que una
vez, quizá me baste la respuesta de que actúo así «porque es costumbre». Pero
¿por qué diablos tengo que hacer siempre lo que suele hacerse (o lo que suelo hacer)?
¡Ni que fuera esclavo de quienes me rodean, por muy amigos míos que sean, o de
lo que hice ayer, antesdeayer y el mes pasado! Si vivo rodeado de gente que tiene
la costumbre de discriminar a los negros y a mí eso no me parece ni medio bien,
¿por qué tengo que imitarles? Si he cogido la costumbre de pedir dinero
prestado y no devolverlo nunca, pero cada vez me da más vergüenza hacerlo, ¿por
qué no voy a poder cambiar de conducta y empezar desde ahora mismo a ser más
legal? ¿Es que acaso una costumbre no puede ser poco conveniente para mí, por
muy acostumbrada que sea? Y cuando me interrogo por segunda vez sobre mis
caprichos, el resultado es parecido. Muchas veces tengo ganas de hacer cosas
que en seguida se vuelven contra mí, de las que me arrepiento luego. En asuntos
sin importancia el capricho puede ser aceptable, pero cuando se trata de cosas
más serias dejarme llevar por él, sin reflexionar si se trata de un capricho
conveniente o inconveniente, puede resultar muy poco aconsejable, hasta
peligroso: el capricho de cruzar siempre los semáforos en rojo a lo mejor
resulta una o dos veces divertido pero ¿llegaré a viejo si me empeño en hacerlo
día tras día?
En
resumidas cuentas: puede haber órdenes, costumbres y caprichos que sean motivos
adecuados para obrar, pero en otros casos no tiene por qué ser así. Sería un
poco idiota querer llevar la contraria a todas las órdenes y a todas las
costumbres, como también a todos los caprichos porque a veces resultarán
convenientes o agradables. Pero nunca una acción es buena sólo por ser una
orden, una costumbre o un capricho. Para saber si algo me resulta de veras
conveniente o no tendré que examinar lo que hago más a fondo, razonando por mí
mismo. Nadie puede ser libre en mi lugar, es decir: nadie puede dispensarme de
elegir y de buscar por mí mismo. Cuando se es un niño pequeño, inmaduro, con
poco conocimiento de la vida y de la realidad basta con la obediencia, la
rutina o el caprichito. Pero es porque todavía se está dependiendo de alguien,
en manos de otro que vela por nosotros. Luego hay que hacerse adulto, es decir,
capaz de inventar en cierto modo la propia vida y no simplemente de vivir
la que otros han inventado para uno. Naturalmente, no podemos inventarnos del
todo porque no vivimos solos y muchas cosas se nos imponen queramos o no
(acuérdate de que el pobre capitán no eligió padecer una tormenta en alta mar
ni Aquiles le pidió a Héctor permiso para atacar Troya...). Pero entre las órdenes
que se nos dan, entre las costumbres que nos rodean o nos creamos, entre los
caprichos que nos asaltan, tendremos que aprender a elegir por nosotros mismos.
No habrá más remedio, para ser hombres y no borregos (con perdón de los
borregos), que pensar dos veces lo que hacemos. Y si me apuras, hasta tres y
cuatro veces en ocasiones señaladas.
La
palabra «moral» etimológicamente tiene que ver con las costumbres, pues eso
precisamente es lo que significa la voz latina: mores, y también con las
órdenes, pues la mayoría de los preceptos morales suenan así como «debes hacer
tal cosa» o «ni se te ocurra hacer tal otra». Sin embargo, hay costumbres y
órdenes —como ya hemos visto— que pueden ser malas, o sea «inmorales»,
por muy ordenadas y acostumbradas que se nos presenten. Si queremos profundizar
en la moral de verdad, si queremos aprender en serio cómo emplear bien la
libertad que tenemos (y en este aprendizaje consiste precisamente la «moral» o
«ética» de la que estamos hablando aquí), más vale dejarse de órdenes,
costumbres y caprichos. Lo primero que hay que dejar claro es que la ética de
un hombre libre nada tiene que ver con los castigos ni los premios repartidos
por la autoridad que sea, autoridad humana o divina, para el caso es igual. El
que no hace más que huir del castigo y buscar la recompensa que dispensan
otros, según normas establecidas por ellos, no es mejor que un pobre esclavo. A
un niño quizá le basten el palo y la zanahoria como guías de su conducta, pero
para alguien crecidito es más bien triste seguir con esa mentalidad. Hay que orientarse
de otro modo. Por cierto, una aclaración terminológica. Aunque yo voy a utilizar
las palabras «moral» y «ética» como equivalentes, desde un punto de vista técnico
(perdona que me ponga más profesoral que de costumbre) no tienen idéntico significado.
«Moral» es el conjunto de comportamientos y normas que tú, yo y algunos de
quienes nos rodean solemos aceptar como válidos; «ética» es la reflexión sobre por
qué los consideramos válidos y la comparación con otras «morales» que tienen
personas diferentes. Pero en fin, aquí seguiré usando una u otra palabra indistintamente,
siempre como arte de vivir. Que me perdone la Academia...
Te
recuerdo que las palabras «bueno» y «malo» no sólo se aplican a comportamientos
morales, ni siquiera sólo a personas. Se dice, por ejemplo, que Maradona o
Butragueño son futbolistas muy buenos, sin que ese calificativo tenga nada que
ver con su tendencia a ayudar al prójimo fuera del estadio o su propensión a
decir siempre la verdad. Son buenos en cuanto futbolistas y como futbolistas,
sin que entremos en averiguaciones sobre su vida privada. Y también puede decirse
que una moto es muy buena sin que ello implique que la tomamos por la Santa
Teresa de las motos: nos referimos a que funciona estupendamente y que tiene
todas las ventajas que a una moto pueden pedirse. En cuestión de futbolistas o
de motos, lo «bueno» —es decir, lo que conviene— está bastante claro. Seguro
que si te pregunto, me explicas muy bien cuáles son los requisitos necesarios
para que algo merezca calificación de sobresaliente en el terreno de juego o en
la carretera. Y digo yo: ¿por qué no intentamos definir del mismo modo lo que
se necesita para ser un hombre bueno? ¿No nos resolvería eso todos los
problemas que nos estamos planteando desde hace ya bastantes páginas?
No es
cosa tan fácil, sin embargo. Respecto a los buenos futbolistas, las buenas
motos, los buenos caballos de carreras, etc., la mayoría de la gente suele
estar de acuerdo, pero cuando se trata de determinar si alguien es bueno o malo
en general, como ser humano, las opiniones varían mucho. Ahí tienes, por
ejemplo el caso de Purita: su mamá en casa la tiene por el no va más de la
bondad, porque es obediente y modosita, pero en clase todo el mundo la detesta
porque es chismosa y cizañera. Seguro que para sus superiores el oficial nazi
que gaseaba judíos en Auschwitz era bueno y como es debido, pero los judíos
debían tener sobre él una opinión diferente. A veces llamarle a alguien «bueno»
no indica nada bueno: hasta el punto de que suelen decirse cosas como «Fulanito
es muy bueno, ¡el pobre!» El poeta español Antonio Machado era consciente de
esta ambigüedad y en su autobiografía poética escribió: «Soy en el buen sentido
de la palabra bueno...» Se refería a que, en muchos casos, llamarle a uno
«bueno» no indica más que docilidad, tendencia a no llevar la contraria y a no
causar problemas, prestarse a cambiar los discos mientras los demás bailan,
cosas así.
Para
unos, ser bueno significará ser resignado y paciente, pero otros llamarán bueno
a la persona emprendedora, original, que no se acobarda a la hora de decir lo que
piensa aunque pueda molestar a alguien. En países como Sudáfrica por ejemplo, unos
tendrán por bueno al negro que no da la lata y se conforma con el apartheid,
mientras que otros no llamarán así más que al que sigue a Nelson Mandela. ¿Y
sabes por qué no resulta sencillo decir cuándo un ser humano es «bueno» y
cuándo no lo es? Porque no sabemos para qué sirven los seres humanos. Un
futbolista sirve para jugar al fútbol de tal modo que ayude a ganar a su equipo
y meta goles al contrario; una moto sirve para trasladarnos de modo veloz,
estable, resistente... Sabemos cuándo un especialista en algo o cuándo un
instrumento funcionan como es debido porque tenemos idea del servicio
que deben prestar, de lo que se espera de ellos. Pero si tomamos al ser humano
en general la cosa se complica: a los humanos se nos reclama a veces
resignación y a veces rebeldía, a veces iniciativa y a veces obediencia, a
veces generosidad y otras previsión del futuro, etc. No es fácil ni siquiera
determinar una virtud cualquiera: que un futbolista meta un gol en la portería
contraria sin cometer falta siempre es bueno, pero decir la verdad puede no
serlo. ¿Llamarías «bueno» a quien le dice por crueldad al moribundo que va a
morir o a quien delata dónde se esconde la víctima al asesino que quiere
matarla? Los oficios y los instrumentos responden a unas normas de utilidad
bastante claras, establecidas desde fuera: si se las cumple, bien; si no, mal y
se acabó. No se pide otra cosa. Nadie exige a un futbolista —para ser buen
futbolista, no buen ser humano— que sea caritativo o veraz; nadie le pide a una
moto, para ser buena moto, que sirva para clavar clavos. Pero cuando se
considera a los humanos en general la cosa no está tan clara, porque no hay un
único reglamento para ser buen humano ni el hombre es instrumento para
conseguir nada.
Se
puede ser buen hombre (y buena mujer, claro) de muchas maneras y las opiniones
que juzgan los comportamientos suelen variar según las circunstancias. Por eso
decimos a veces que Fulano o Menganita son buenos «a su modo». Admitimos así
que hay muchas formas de serlo y que la cuestión depende del ámbito en que se mueve
cada cual. De modo que ya ves que desde fuera no es fácil determinar
quién es bueno y quién malo, quién hace lo conveniente y quién no. Habría que
estudiar no sólo todas las circunstancias de cada caso, sino hasta las intenciones
que mueven a cada uno. Porque podría pasar que alguien hubiese pretendido
algo malo y le saliera un resultado aparentemente bueno por carambola. Y al que
hace lo bueno y conveniente por chiripa no le llamaríamos «bueno», ¿verdad?
También al revés: con la mejor voluntad del mundo alguien podría provocar un
desastre y ser tenido por monstruo sin culpa suya. Me parece que por este
camino sacaremos poco en limpio, lo siento.
Pero
si ya hemos dicho que ni órdenes, ni costumbres ni caprichos bastan para
guiarnos en esto de la ética y ahora resulta que no hay un claro reglamento que
enseñe a ser hombre bueno y a funcionar siempre como tal, ¿cómo nos las arreglaremos?
Voy a contestarte algo que de seguro te sorprende y quizá hasta te escandalice.
Un divertidísimo escritor francés del siglo XVI, François Rabelais, contó en
una de las primeras novelas europeas las aventuras del gigante Gargantúa y su
hijo Pantagruel. Muchas cosas podría contarte de ese libro, pero prefiero que
antes o después te decidas a leerlo por ti mismo. Sólo te diré que en una
ocasión Gargantúa decide fundar una orden más o menos religiosa e instalarla en
una abadía, la abadía de Theleme, sobre cuya puerta está escrito este único
precepto: «Haz lo que quieras.» Y todos los habitantes de esa santa casa no
hacen precisamente más que eso, lo que quieren. ¿Qué te parecería si ahora te
digo que a la puerta de la ética bien entendida no está escrita más que esa
misma consigna: haz lo que quieras? A lo mejor te indignas conmigo:
¡vaya, pues sí que es moral la conclusión a la que hemos llegado!, ¡la
que se armaría si todo el mundo hiciese sin más ni más lo que quisiera!, ¿para
eso hemos perdido tanto tiempo y nos hemos comido tanto el coco? Espera,
espera, no te enfades. Dame otra oportunidad: hazme el favor de pasar al
capítulo siguiente...
Vete
leyendo...
«Los
congregados en Theleme empleaban su vida, no en atenerse a leyes, reglas o
estatutos, sino en ejecutar su voluntad y libre albedrío. Levantábanse del lecho
cuando les parecía bien, y bebían, comían, trabajaban y dormían cuando sentían deseo
de hacerlo. Nadie les despertaba, ni le forzaba a beber, o comer, ni a nada.
«Así
lo había dispuesto Gargantúa. La única regla de la Orden era ésta:
HAZ LO QUE QUIERAS
«Y
era razonable, porque las gentes libres, bien nacidas y bien educadas, cuando
tratan con personas honradas, sienten por naturaleza el instinto y estímulo de huir
del vicio y acogerse a la virtud. Y es a esto a lo que llaman honor.
«Pero
cuando las mismas gentes se ven refrenadas y constreñidas, tienden a rebelarse
y romper el yugo que las abruma. Pues todos nos inclinamos siempre a buscar lo
prohibido y a codiciar lo que se nos niega» (François Rabelais, Garantúa y Pantagruel).
«La
ética humanista, en contraste con la ética autoritaria, puede
distinguirse de ella por un criterio formal y otro material. Formalmente se
basa en el principio de que sólo el hombre por sí mismo puede determinar el
criterio sobre virtud y pecado, y no una autoridad que lo transcienda.
Materialmente se basa en el principio de que lo "bueno" es aquello
que es bueno para el hombre y "malo" lo que le es nocivo, siendo el
único criterio de valor ético el bienestar del hombre» (Erich Fromm, Ética
y psicoanálisis).
«Pero,
aunque la razón basta, cuando está plenamente desarrollada y perfeccionada,
para instruirnos de las tendencias dañosas o útiles de las cualidades y de las
acciones, no basta, por sí misma, para producir la censura o la aprobación moral.
La utilidad no es más que una tendencia hacia un cierto fin; si el fin nos
fuese totalmente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los medios.
Es preciso necesariamente que un sentimiento se manifieste aquí, para
hacernos preferir las tendencias útiles a las tendencias dañinas. Ese
sentimiento no puede ser más que una simpatía por la felicidad de los hombres o
un eco de su desdicha, puesto que éstos son los diferentes fines que la virtud
y el vicio tienen tendencia a la razón nos instruye acerca de promover. Así
pues, las diversas tendencias de las acciones y la humanidad hace una
distinción a favor de las tendencias útiles y beneficiosas» (David Hume, Investigación
sobre los principios de la moral).
No se bien por donde andan , es muy interesante lo leído , quiero dejar un ejemplo ,en mi trabajo me siento como el consejero del delegado tenían que despedir personal y me pregunto si despedían al capataz y le pregunte por que? me respondió que lo tenia cansado y le dije , se le puede dar otra oportunidad y no le gusto mucho mi respuesta entonces le dije lo que el quería escuchar ,si te tiene cansado,y echarlo te va a poner bien aselo. Y así lo hizo ,lo despidió.Se supone que el tiene que defender a los trabajadores !. Mi pregunta es : hice bien en aconsejarlo ? o la decision ya estaba tomada y necesitaba un desahogo de culpa?
ResponderEliminarHola Sergio!
ResponderEliminarEs dificil tomar decisiones.
Todos los que trabajamos con gente, a veces, estamos fastidiados con alguno de los q nos rodean.
Pero, un delegado parece estar para defender los derechos del trabajador.
Vos, delegado no sos... pero sos compañero.
Si tu intervencion fue decisoria... q duro.
Si ya estaba la decision tomada... q alivio!
Con todo, y aprovechando q este blog es exclusivamente mio y q aca no tengo q
dar muchas explicaciones de lo q pongo, te menciono un pensamiento de alguien que recomendo que, si existe riesgo de confundirse, mejor confundirse para el lado de la misericordia.
Saludos Sergio!
Siempre es un gusto saber de vos!!